El mar es un sustantivo ambiguo en nuestra lengua. Nos podemos referir a él tanto en género masculino como en femenino. rafael alberti comenzó un célebre poema con los conocidos versos de “… el mar / solo la mar…”. Junto al lexema tierra, que se utiliza siempre en femenino, nos solemos referir al mar en masculino; todos, menos los que se asoman a sus veladas profundidades; los que cada día se adentran en sus aguas con la recurrencia del amante entregado pero con el respeto del caminante precavido.
La gente de la mar utiliza siempre el femenino, ya que, al igual que la tierra, es capaz de dar sustento; sin embargo, siempre alberga una latente potencial de peligro imprevisible. Cada vez que el marino se embarca, surca opacas superficies cambiantes, que pueden pasar de la más calmada placidez a la más amenazante marejada. Pocos elementos como la mar se escapan al control racional humano y, por más que nos empeñemos en utilizarla y tenerla bajo nuestro aparente control, posee el atavismo primitivo de lo desbocado.
Cualquier accidente allí se convierte en mucho más complejo de atajar; en otras ocasiones se convierte en la causa que motiva aparatosos daños a quienes no saben mantener las distancias o se venga contra quienes no se resuelven con sabiduría en momentos de zozobra que Miguel Ángel Del Águila supo oportunamente fotografiar.
fuego a bordo
Corría el mes de junio de 1982. El sol cenital apenas se abre paso en los planos más cercanos donde numerosos hombres de espaldas al objetivo miran a un barco en buena parte calcinado sin poder hacer nada. El humo velas otros navíos atraídos a su popa y espectrales estructuras de Gruas que apenas se vislumbran en un aire preñado de blanquecinas e irrespirables capas de niebla en combustión. Media docenas de bomberos dirigen sus mangueras hacia barandillas chamuscadas sobre las que un compañero que ha abandonado el reglamentario casco se juega la vida sobre negra pintura derretida. Horas antes se iniciaron las llamas en los habitáculos destinados a pasajeros del Isla de Mallorca.
Con la rapidez del fuego incontrolado, las moquetas azules prendieron en reguero de flamas que buscaron raudas los ventanales de babor. Los bots de salvamento permanecieron intactos, con una blancura amenazada que el sol apenas traspasa; camiones de apoyo con necesarias escalas permanecieron aparcados junto al muelle y el contorno desnudo de unos brazos parece asomarse a uno de los calcinados vanos tras cristales rotos en aquella mañana de verano donde el mar ardió como agria paradoja más real que muchos poemarios.
Aplastados por el mar
Aquella clara mañana de poniente había quedado atrás el temporal de sudeste que batió con fuerza las aguas de la bahía. Miguel Ángel Del Águila acudió para fotografiar sus consecuencias hasta el rompeolas que desde la isla verde se dirigía hacia el norte. Este estrecho carril era una defensa para un sobrio espaldón de hexagonales bloques de caliza por el lado de levante. Se concluyó en 1933 tras varios lustros de obras, para las que se necesitaron la ayuda de Titán y Goliatdos gruas que depositaban sobre las escolleras las blancas piedras que llegaban desde los Guijos a través de la obra del chorruelo.
En los años sesenta era un lugar que tenía cualidades míticas para lejanas infantiles descubiertas y un hito en el subconsciente colectivo de muchos. Era fácil llegar hasta allí dando entretenidos rodeos para pescar con la única ayuda de un hilo de tranza envuelto en un carrete de corcho, para rodearse de mar, para contemplar cómo crecía la ciudad, para observar los transbordadores de regreso a puerto o para ver más cerca de una Gibraltar que entonces no podíamos pisar. Algunos llegan hasta aquellos pagos salobres a bordo de socorridos seiscientos en imprudentes tentativas que despreciaban las marejadas. Allí las olas del temporal no gastaron bromas y sus desplomes abollaron los techos que acabaron replegados a la altura de los asientos. La imaginación es el testimonio de las personas que tienen un aire siniestro y sosegado.
Varado en la Punta
La bahía y el estrecho donde se abre son espacios donde la mar ha solido mostrar su cara pero indomable. En septiembre de 1973, Miguel Ángel Del Águila fue objeto de los altercados de los cerros de punta carnero para captar esta perspectiva de un comerciante cuya menguada carga pudo provocar que encallara de proa al canal. El caracteristico flysch de la zona muestra las alineaciones de duras facies de caliza en sus tramos más blandos embarrancó el navío. Había virado el viento a un poniente largo tras unas potentes rachas de noreste que encajaron el barco en esta posición con la ayuda de unas corrientes que en la zona posee la perversa cualidad de las furias titánicas.
En este literal fin del mundo que no se pudo atravesar más allá de míticas columnas y hercúleos hitos se alzó en 1864 el faro que contempla impertérrito una escena de naufragio extraña poco por estos lares. La construcción fue diseccionada por Jaime Font como una réplica del homólogo de Chipiona, el Sazaon de la altura española. Con 22 metros, la torre de Algeciras no se desmerece a la que alerta de los bajíos del Guadalquivir Camino de Sevilla la Llana. Con una linterna perfectamente proporcional al esbelto cañón de canto, ha sido luz y guía del paso por el canal y ha señalado la entrada occidental de la bahía. Cilíndrica esbeltez de piedra y viento, ha anunciado peligros y accidentes, que muchas veces acabaron teniendo lugar bajo sus plantas sólidas con amenazas facies rocas que hoy son reclamos turísticos e imágenes recurrentes de las redes sociales